Booktrailer, Congo

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Lee el primer capitulo de congo


CAPÍTULO
1
París, 6 de abril de 1998.
Eliah Al-Saud abandonó el Aeropuerto Charles de Gaulle
y corrió hasta el estacionamiento. Saltó dentro de su Aston
Martin DB7 Volante y lo puso en marcha. El disco compacto de los Rolling
Stones se reanudó, y la batería de Paint it, Black explotó dentro
del habitáculo. Los neumáticos chirriaron sobre el asfalto, y el rugido del
motor compitió con las guitarras eléctricas. La ira que comunicaba la
letra de Paint it, Black describía su estado de ánimo. I look inside myself
and see my heart is black. Él también miraba dentro de sí y veía que su
corazón se había vuelto negro. La velocidad del deportivo inglés —en el
camino hacia Ruán, casi bordeaba los doscientos kilómetros por hora—
atenuaba su furia. En realidad, sólo la sensación de hallarse a más de
quince kilómetros de la faz de la Tierra, piloteando un caza, la habría
aplacado. O una caricia de Matilde. La suavidad de sus dedos largos de
cirujana sobre la mandíbula habría bastado para diluir esa cólera con
ribetes de desesperación.
Matilde se había ido. Consultó su Rolex Submariner. Las once y
media de la mañana. El vuelo de Sabena ya habría despegado y, en siete
horas, aterrizaría en el aeropuerto de Kinshasa, la capital de ese infierno
llamado República Democrática del Congo.
Apretó las manos en el volante al imaginarla sentada junto al doctor
Auguste Vanderhoeven, que no perdería oportunidad para tocarla.
¿Se habría inclinado sobre ella para ayudarla con el cinturón de seguridad?
¿Le secaría el sudor cuando Matilde se descompusiera al despegar el
avión? Pisó el acelerador y la aguja del velocímetro superó los doscientos
kilómetros por hora. El ganso de Vanderhoeven la había sujetado por el
brazo al saludarla en la recepción del Aeropuerto Charles de Gaulle, y
él lo había atestiguado en silencio y desde lejos, mientras se refrenaba
para no saltar sobre el médico belga y amasarlo a golpes. Había decidido
marcharse para evitar un escándalo que no lo beneficiaría a los ojos de
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CABALLO DE FUEGO. CONGO
Matilde. Su imagen estaba por el suelo. Ella lo creía poco menos que un
asesino a sueldo. Lo cierto era que no tenía derecho a celarla. Matilde ya
no le pertenecía. Ella no deseaba pertenecerle; nunca lo había deseado, y
eso le dolía de un modo visceral. Juana Folicuré —nadie conocía a Matilde
como Juana— sostenía otra hipótesis; él prefería no cavilar sobre esa
posibilidad; no acostumbraba basar su vida en esperanzas. Se ajustaría a
los hechos y superaría haberla perdido. No podía ser tan difícil.
Exactamente dos meses atrás, el 6 de febrero, la víspera de su cumpleaños,
él y Matilde habían recorrido ese camino hacia Ruán. Giró la
cabeza y la vio sentada a su lado, atenta a lo que él le contaba. Resultaba
fácil hablar con ella, confiarle pensamientos y vivencias que no habría
compartido con nadie. Matilde sabía escuchar, no se escandalizaba, no
condenaba ni juzgaba, y lo hacía inmersa en ese halo de paz que a él lo
atraía como un vaso de agua atrae al sediento. Entonces, ¿por qué no se
había atrevido a confesarle los pasajes más oscuros de su vida, sus años
como soldado en L’Agence, su matrimonio con Samara y sus infidelidades,
en especial con Céline? Se convenció de que nadie, en su sano juicio,
le habría dicho a la mujer amada que había sostenido un romance durante
años con su hermana mayor. Tampoco se había atrevido a explicarle la
naturaleza de su oficio, la del soldado profesional, llamado con desprecio
mercenario. Finalmente, Matilde se había enterado de todo, de su affaire
con Céline, o con Celia —Matilde no usaba el seudónimo de la afamada
modelo sino su verdadero nombre—, y de que su empresa, Mercure S.A.,
no se limitaba a la seguridad sino que su razón de ser dependía de que en
el mundo hubiese guerra. Matilde lo despreciaba.
Ella tampoco había sido sincera. Le había ocultado que a los dieciséis
años, como consecuencia de un cáncer de ovario, le habían extirpado
los genitales. Matilde jamás tendría hijos. Justamente, había sido Céline
la que se lo había revelado en un acto de crueldad, frente a una Matilde
demudada, llorosa y suplicante. Le tembló el mentón y se le humedecieron
los ojos al recordar la escena en las oficinas de la Mercure. Bajó
la velocidad con dos cambios de marcha. Olvidar a Matilde sería muy
difícil. La intensidad de la pasión compartida había creado un vínculo
entre ellos que el tiempo no destruiría. “¡Qué ironía!”, pensó. “La
Naturaleza le da hijos a madres que jamás deberían serlo y se lo impide
a mi Matilde, que habría sido la mejor madre de todas. Mi Matilde.”
Olvidarla no sería fácil. Lo de ellos era indisoluble. A esa conclusión le
siguió una concatenación de recuerdos que le robaron sonrisas en contra
de su disposición, incluso alguna corta carcajada. La última evocación
lo puso de frente a la realidad y le opacó la mirada de nuevo. “¿Cuándo
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FLORENCIA BONELLI
pensabas decirme que no podías tener hijos?” “¡Nunca! No pensaba decírtelo
nunca porque sabía que lo nuestro tarde o temprano iba a terminar.
Lo de Celia en el George V sólo precipitó lo inminente.” “¿De qué
estás hablando? ¿Qué querés decir con eso?” “De que, cuando me fuera
al Congo, iba a terminar con lo nuestro. No tenía futuro. Yo no confiaba
en vos. Cada mujer que se te acercaba me volvía loca de celos. Por otra parte,
está mi carrera, que es primordial para mí.” La ira retornaba, y la aguja del
velocímetro escalaba. “Me usaste, Matilde.” Sacudió la cabeza, incapaz
de creer sus propias palabras. La imagen de Matilde como una mujer interesada,
especuladora y fría resultaba tan desacertada como la de la Madre
Teresa de Calcuta vestida con un traje de Valentino. Por mucho que
Matilde se empeñase en alejarlo, él sabía que lo amaba; necesitaba aferrarse
a esa creencia para no desmoronarse. Sí, lo amaba. Se lo había dicho con esa
última mirada que cruzaron poco más de dos horas atrás en Charles de
Gaulle. “¿Por qué, mi amor, por qué?”, clamó su alma. ¿Por qué Matilde
no podía perdonarlo si poseía el corazón más noble que él conocía?
“La pregunta que cabe acá es”, le había dicho Juana el día anterior, “¿se
perdonará Matilde el hecho de ser una mujer infértil y se permitirá ser
feliz junto al hombre que ama? Eso será más difícil, papurri”. Quizá no
debería desechar la teoría de Juana, que aseguraba que Matilde no quería
atarlo a ella porque no le daría hijos. A la luz de esa interpretación, algunos
comportamientos y comentarios cobraban sentido. Se acordó del
empeño de Matilde por evitarlo apenas se conocieron, aunque esa actitud
se relacionaba con su imposibilidad para hacer el amor, algo de lo que él
la sanó y que la había hecho inmensamente feliz. ¿Se acostaría con otro
ahora que había superado el trauma y saboreado los placeres del sexo?
Si el roce de Vanderhoeven en el brazo de Matilde al saludarla por poco
lo desquicia, no se atrevía a imaginar la extensión que alcanzaría su ira al
enterarse de que se acostaba con él, o con cualquier otro.
—¡Es mía! ¡Mía! —dijo entre dientes, en la soledad del Aston Martin.
Se reprochaba haber pasado por alto detalles que lo habrían guiado
a la verdad, como por ejemplo que Matilde no menstruaba. Pese a haber
convivido durante casi dos meses, no reparó en que ella jamás se negaba a
tener relaciones sexuales con la excusa del período; nunca descubrió toallas
femeninas en el cesto del baño, como acostumbraba ver cuando vivía con
su esposa Samara. Matilde no se quejaba de dolor de ovarios ni de cabeza,
ni decía, como solía hacer Samara: “Hoy estoy sensible porque me vino,
así que trátame bien”. Matilde siempre era la misma, su humor no se alteraba,
salvo los días posteriores al ataque en la Capilla de Nuestra Señora
de la Medalla Milagrosa, algo justificable y comprensible. Le creyó cuando
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le aseguró que los comprimidos que tomaba eran vitaminas; él nunca investigó.
Juana le explicó que se trataba de la medicación para preservar el
equilibrio en su cuerpo, que había sufrido un trauma al verse desprovisto
de su aparato reproductor de la noche a la mañana. Juana había empleado
un término médico: menopausia quirúrgica.
—Mat vivió a los dieciséis años lo que una mujer normal vive a los
cincuenta y cinco o sesenta. Eso es muy traumático. El shock para el cuerpo
es brutal, y la paciente tiene que estar medicada para no perder el calcio,
por ejemplo, y que los huesos se le hagan polvo. También hay que
medicarla para que no sufra molestias vaginales y sequedad, o para que no
pierda el deseo sexual.
—¿Por eso no quería tener sexo con su esposo?
—No. Ella estaba medicada y compensada cuando se casó con Roy.
A Mat se le juntaron muchas cosas. Perder la capacidad para reproducir
la devastó. Eso, sumado a la educación que recibió y a la familia disfuncional
de la que venía, fue suficiente para anularla como mujer. Mat
padecía de vaginismo. Es una afección más común de lo que creemos. La
vagina se contrae e impide la penetración. Su familia debió de llevarla a
un psicólogo durante la quimio y después, pero no lo hicieron. Fue una
animalada dejarla sola con todo eso.
—¿Por qué no la llevaron? —se enfureció Al-Saud.
—¡Ah, Eliah! Si conocieras a la familia de Mat no me harías esta pregunta.
El padre estaba preso y la madre se borró. ¡Imaginate que no la
acompañaba al sanatorio a hacerse la quimio porque decía que el olor la
descomponía! Su hermana Dolores acababa de casarse de apuro. Embarazada
—explicó—. Y Celia hacía poco que vivía acá, en París. No habría
sido de mucha ayuda, de todos modos; más bien, todo lo contrario;
siempre odió a Matilde. Su abuela, una sargento de la Gestapo, pensaba
que los psicólogos eran todos de izquierda y ateos, así que jamás habría
permitido que su nietita cayera en manos de un hereje. Su tía Enriqueta sí
quería que Mat tuviera apoyo psicológico, pero no le hacía frente a la vieja
Celia y terminó por lavarse las manos.
—¡Dios mío, Juana! Estaba sola. Matilde estaba sola...
—Su abuela la acompañaba a hacerse la quimio, pero habría sido mejor
que no lo hiciera porque se lo pasaba despotricando y la ponía nerviosa.
Ezequiel y yo estábamos siempre con ella y, cuando podíamos, la
acompañábamos a la quimio. Pero éramos dos pendejos inmaduros y no
sabíamos bien a qué nos enfrentábamos. Cuando te conoció a vos, hacía
meses que había empezado terapia con una psicóloga muy buena. Poco
a poco, había comenzado a entender qué le pasaba. Yo creo que nunca
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FLORENCIA BONELLI
pudo hacerlo con Roy simplemente porque no lo deseaba. Después, apareciste
vos y desataste el nudo que le impedía ser feliz. Y la convertiste en
una mujer completa.
Carraspeó y se secó los ojos con el puño de la camisa. No quería
detenerse a pensar en lo que Matilde había sufrido siendo apenas una adolescente;
no se la imaginaría durante las horas en que recibía la quimioterapia
o perdería el juicio. Lo atormentaba recrear la escena en la cual los
médicos le comunicaban que le habían extirpado los ovarios y el útero
(Juana se la había referido someramente). ¿Qué hacía él mientras Matilde
se debatía entre la vida y la muerte? En el 87, vivía mayormente en la base
de Salon-de-Provence, donde completaba sus estudios como aviador. Se
sentía capaz de conquistar cualquier meta. Estaba casado con una mujer
que amaba y tenía a Céline, una amante fogosa y sensual que le cumplía
las fantasías. En tanto, a miles de kilómetros de su vida perfecta, Matilde
padecía porque sus sueños de ser madre y de formar una familia se destrozaban.
Ajustó las manos en el volante y apretó los dientes al evocar la
noche en que, al verla con su sobrino Dominique, entró en el playroom y
le suplicó que fuera la madre de sus hijos. ¡Cuánto la había lastimado! Al
descubrir la expresión de Matilde y las lágrimas en sus ojos, debió darse
cuenta de que ocultaba un secreto. ¡Qué ciego había estado!
—Merde! Merde! —exclamó, y golpeó el volante con el talón de la
mano derecha, algo insensato a la velocidad que conducía.
También debió sospechar que algo oscuro la perturbaba cuando le
pidió que se casara con él. La sorpresa que le provocó el rechazo de Matilde
lo desorientó. Había estado seguro de que aceptaría. Ella lo amaba
tanto como él a ella. Aunque jamás se lo había confesado, él sabía que lo
amaba. No existían palabras para describir lo que los unía. Era mágico.
Un roce de manos, una mirada, un gesto, una sonrisa o una carcajada,
cualquier detalle encendía un fuego entre ellos que se extinguía en la
cópula para renacer de nuevo con un roce, una mirada, un gesto o una
sonrisa. El ciclo parecía interminable. Verla aparecer le cambiaba el ritmo
cardíaco y alzaba un espíritu salvaje y posesivo dentro de él que
había permanecido dormido durante sus treinta y un años para despertar
el día en que vio a Matilde Martínez por primera vez en el aeropuerto
de Buenos Aires. Ese espíritu salvaje y posesivo era bestial y no admitía
que nadie la admirase excepto él; aun le molestaba que Alamán la abrazase,
algo común entre ellos dada la amistad que habían entablado y las
maneras expansivas de su hermano. No lo controlaba en el momento,
pero después, cuando descubría las marcas impresas en sus piernas, brazos
y senos, se arrepentía de la forma brutal con que le hacía el amor.
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Lo desconcertaba que la fragilidad y la pureza de Matilde exacerbaran
su lado más oscuro y primitivo, lo azoraba el fatalismo con que ella lo
aceptaba, sin quejas ni reproches, y lo avergonzaba su incapacidad de
sojuzgarlo. Presentía que en esa manera inmisericorde de amarla se ocultaba
una gran cuota de inseguridad porque, ahora lo veía con claridad,
siempre había sabido que Matilde no le pertenecía. Por más que poseyera
su cuerpo, no había logrado apropiarse de su corazón ni de su alma.
Si hubiese tenido que describirla habría dicho que Matilde no pertenecía
a este mundo y que era una criatura etérea, perfecta e inalcanzable. Sin
embargo, y en contra de la evidencia, él se sentía su dueño.
Olvidar a Matilde no sería difícil sino imposible.
Matilde simulaba dormir recostada sobre el asiento de Juana, que sabía
que estaba despierta porque veía las lágrimas que se le escurrían por los
párpados y que le bañaban las mejillas. Guardaba silencio y hojeaba una
revista para evitar que Auguste Vanderhoeven, ubicado del otro lado,
junto a Matilde, se interesase y preguntara.
—Voy a buscar algo para tomar —susurró Vanderhoeven a Juana—.
¿Quieres que te traiga algo?
Juana sonrió y negó con la cabeza. Apenas lo vio alejarse por el pasillo
del avión, se inclinó sobre Matilde.
—Auguste se fue. ¿Qué pasa, Matita?
Matilde apretó los párpados y se mordió el labio para no romper en
un llanto abierto. Juana siseó para calmarla y le besó la sien.
—Matita, tranquilizate. Tomá —le pasó un pañuelo de papel—, secate
las lágrimas y soplate los mocos. Dale, vamos. —La ayudó a incorporarse.
Matilde temblaba en el esfuerzo por contener el llanto. No quería
hablar.
—Abrazame, Juani —pidió, con voz temblorosa.
Juana levantó el apoyabrazos y la atrajo hacia ella. Matilde se acurrucó
en el asiento del avión y descansó la cabeza sobre las piernas de su
amiga, cuyas caricias la fueron calmando. Vanderhoeven regresó y, al ver
a Matilde en esa guisa, se preocupó.
—No se siente bien —explicó Juana—. ¿Podrías conseguir un té con
leche y azúcar, por favor?
El médico belga apretó el ceño antes de desaparecer de nuevo por el
pasillo. Matilde se incorporó, se secó las lágrimas y se sonó la nariz. Fue
al baño a lavarse la cara. Evitó contemplarse en el espejo; no toleraba el
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FLORENCIA BONELLI
reproche de sus propios ojos. Salió deprisa, ansiosa por volver al cobijo
de Juana. Vanderhoeven le había traído el té y la estudiaba con una mueca
entre ansiosa y triste. No lo soportaba en ese momento. El belga agitaba
memorias a las cuales no deseaba enfrentarse. Tiempo atrás, Eliah y ella
habían discutido a causa de él. Al-Saud se había puesto celoso y agresivo.
Ocultó una sonrisa tras la taza de té al evocar la reconciliación que había
tenido lugar en la sala de la piscina, cuando le practicó una felación y lo
hizo vibrar y gritar, a pesar de ser nueva en esas artes y de no poseer habilidad.
Sus comisuras bajaron lentamente, y una sombra se posó sobre su
expresión a medida que la imagen de su hermana Celia, de rodillas frente
a Eliah, desplazó a la anterior. ¿Siempre sería igual? ¿Jamás abandonaría
los pensamientos de Celia y de Eliah juntos? La atormentaban, la perseguían,
le quitaban la paz.
Devolvió la taza de té a Vanderhoeven, le musitó un “gracias” y se
ovilló en su asiento, dándole la espalda. Quería dormir y no soñar; quería
olvidar, enterrar las memorias y las escenas que una vez había decidido
atesorar. A pesar de haber sido consciente de que, cuando partiese hacia
el Congo, la relación con Eliah Al-Saud acabaría, la había consolado
pensar que quedarían los recuerdos, cada palabra pronunciada, cada caricia,
cada acto de amor. En ese momento, si los rememoraba, le causaban
dolor porque estaban manchados por la presencia de Celia, que se había
metido entre ellos. ¿O ella se había metido entre Celia y Eliah?
Como un azote cayó la escena vivida en las oficinas de la Mercure,
cuando tantas verdades saltaron a la luz y, paradójicamente, la sumieron
en la oscuridad. No se dio cuenta de que apretaba los dientes en tanto
repasaba los segundos que le había tomado a Celia revelarle a Eliah que
ella era una mujer castrada, que jamás concebiría. “¿Para qué querrías
a tu lado a una mujer que no puede darte hijos?” “¿A qué te refieres
con que no puede darme hijos?” “¿Ah? ¿No te lo ha dicho? Interesante.”
“¿De qué estás hablando, Céline?” “De que mi hermanita querida no es
una mujer completa. De que está vacía porque le sacaron los genitales.
No tiene ovarios ni útero ni trompas ni nada. La vaciaron a los dieciséis
años como consecuencia de un cáncer feroz.” “Estás mintiendo.” Esa última
frase, Al-Saud la había expresado casi sin aliento, con un acento
que implicaba desesperación e incredulidad, y se clavaba en el corazón
de Matilde como una flecha. La vergüenza lo hacía bombear de una manera
lenta y dolorosa. Ella había planeado que él nunca se enterase de su
estigma. El orgullo la había conducido a idear esa mentira. Sin embargo,
la mentira tiene patas cortas y la verdad siempre se abre camino, en su
caso, de la peor manera, dejándola expuesta, ultrajada y destruida ante el
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hombre que amaba. Dios la castigaba por haber jugado con Eliah. Ella
jamás debió ceder y empezar la relación porque sabía que lo lastimaría si
su corazón quedaba involucrado. Pero él se mostraba tan fuerte y dominante,
y ella lo deseaba tanto que, contra todo razonamiento, se embarcó
en la aventura de amarlo y lo lastimó.
La noche anterior, Juana, después de desaparecer por un buen rato,
había regresado a casa de Jean-Paul Trégart bastante nerviosa y le habló
con dureza mientras terminaban de armar las valijas.
—¡No me vengas a decir que lo amás!
—Sabés que sí, que, a pesar de todo, lo amo.
—No se lastima si se ama. No se miente si se ama.
—Lo hago por él.
—¡Ja! Si eso hacés por alguien que amás, no quiero pensar lo que
harías por alguien que te cae mal.
Juana se expresaba con sabiduría. ¿Lo había alejado por amor, por
orgullo o por despecho? Pocas veces había experimentado una confusión
tan honda.
Juana se apiadó de su amiga y se inclinó sobre ella.
—¿Qué pasa, Matita? ¿Por qué llorás así?
—Lo vi, Juani.
—¿A quién?
—A Eliah.
El efecto del nombre las enmudeció por algunos segundos.
—¿Dónde lo viste?
—En el aeropuerto. Vos y Ezequiel se pusieron a hojear unas revistas
y yo me di vuelta porque sentí como si me tocasen el hombro. Él
estaba a varios metros, cerca de la puerta de ingreso. Nos miramos. Y él...
—Shhh. No llores. ¿Él qué?
—Él estaba llorando. Tenía los ojos brillantes, y las lágrimas le...
Matilde se mordió el labio y se ovilló de nuevo para atrapar, antes
de que escapase, el grito de dolor que la habría liberado de la opresión
en el pecho. Juana abrazó a Matilde y apoyó la mejilla en su espalda. La
imagen de Eliah Al-Saud, uno de los hombres más duros que conocía,
llorando la conmocionó.
—¿Por qué no fuiste a consolarlo?
—¡Quise hacerlo! —sollozó en un murmullo—. Justo llegó Auguste,
me distrajo un momento y, cuando pude liberarme, Eliah ya no estaba.
Lo busqué por todas partes y no lo encontré.
—Ah —se lamentó Juana—, este Auguste es menos oportuno que la
peste bubónica.
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FLORENCIA BONELLI
Juana abrazó y acarició el cabello de Matilde hasta que, por fin, se
durmió. Se despabiló un rato después a causa del alboroto producido por
las azafatas, que servían el almuerzo. Matilde picoteaba su comida, asentía
y se esforzaba por sonreír a los comentarios de Auguste, empeñado
en distraerla. No podía evitar sentir resentimiento por Vanderhoeven.
Debido a su aparición, había roto el contacto visual con Eliah y lo había
perdido de vista, quizá para siempre. Aunque, analizado desde una óptica
más sensata, era lo mejor. Nada había cambiado: ella seguía siendo
una mujer castrada que viajaba hacia el Congo, y él, un mercenario y el
amante de su hermana Celia. Si bien sufriría por un largo tiempo, lograría
superarlo, como había superado tantas pruebas a lo largo de sus
veintisiete años.
Takumi Kaito emergió de su meditación con el equilibrio restaurado. Levantó
los párpados lentamente para conectarse con el mundo exterior.
Los colores del dojo, el aroma del sahumerio, los relinchos de los caballos
frisones, las voces de los veterinarios y de los empleados y la calidez
del sol, cuya luz se filtraba en diagonal y bañaba el tatami, fueron materializándose
para devolverle el uso de los sentidos. Permaneció sentado,
con la espalda erecta y las manos apoyadas sobre las rodillas. La inquietud
que lo asolaba desde hacía varios días había desaparecido, aunque le
había costado expulsarla. Él la relacionaba con Eliah, y le recordaba a la
angustia experimentada la noche en que Samara falleció en el accidente
automovilístico.
El sonido de un motor hirió la paz de la hacienda. Unos neumáticos
crujieron bajo el pedregullo ante la violencia de la frenada. Takumi se
incorporó y caminó hacia la ventana. Divisó el Aston Martin de Eliah y
sonrió, feliz de tenerlo en casa. De inmediato, al verlo descender, advirtió
la energía perturbadora que lo circundaba. Esperó, con la vista clavada
en el automóvil. Matilde no estaba con él. Laurette salió a recibirlo y lo
abrazó después de secarse las manos en el delantal. “Ay, esposa mía”,
suspiró Takumi Kaito, “no lo apabulles con tu cariño que nuestro Caballo
de Fuego no está de humor”. Eliah, no obstante, devolvió el abrazo a
Laurette y le sonrió. Takumi supo en qué instante su esposa le preguntó
por Matilde: el cambio en la expresión de Eliah fue radical. Suspiró y se
movió hacia la puerta, dispuesto a encontrarlo.
—Bonjour, sensei —dijo Al-Saud al verlo asomarse en el balcón que
daba a la sala principal. Por el mono de karate que vestía su maestro,
comprendió que había estado usando las instalaciones del gimnasio.

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Entrevista a Flor en Gral Villegas

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http://radio-unangelparatusoledad.blogspot.com/2010/11/florencia-bonelli-la-rastrillada-que.html GRACIAS MARIA!!!!!